En Italia, las pocas personas que se interesan por lo que ocurre fuera de nuestras fronteras muy raramente dirigen sus ojos a tierras lejanas, más aún que el "fin del mundo" evocado por el Papa Francisco cuando fue elegido para el trono papal. Hablo de Chile, un pequeño país que ha iluminado mucho la vida italiana, políticamente, en los últimos 51 años, sin ninguna reciprocidad.
Las elecciones presidenciales de 1970 llevaron a Salvador Allende al palacio de la Moneda, gracias a la Unidad Popular que había logrado reunir a todos los flancos de la izquierda. La disputa básica era entre un modelo conservador en la sociedad y (neo)liberal en la economía y dos variantes progresistas que querían nacionalizar, unos más (Allende) y otros menos (la DC de Tomic) varios sectores clave de la economía. Gracias a un acuerdo con la DC, el Parlamento, tras unas elecciones en las que ninguno de los candidatos había obtenido el 50,1% de los votos, votó a favor de la elección de Allende.
Fue un terremoto que sacudió los cimientos de muchos países de la región, en su mayoría dominados por dictaduras militares y un estricto control por parte de la administración estadounidense. El hecho de que el peligro socialista (comunista) se infiltrara a través del juego de las elecciones libres fue una lección que los estadounidenses aprendieron bien, y se esforzaron por garantizar que esas cosas no pudieran ocurrir en otros lugares en el futuro (por ejemplo, Italia).
En Italia, el ejemplo chileno fue seguido con entusiasmo por el partido comunista, llevando agua al molino de la visión de Berlinguer, según la cual el objetivo último de una transformación socialista de Italia debía pasar, por un lado, por las elecciones y, por otro, por una convergencia política con la democracia cristiana. Todo esto alarmó a los estadounidenses, por un lado, y a los rusos, por otro.
La fuerte injerencia externa, la polarización política interna, seguida de la desaparición del "principio de negociación, de pleitesía, de alianzas entre grupos sociales y partidos políticos que había caracterizado la historia política chilena hasta entonces" (Maria Rosaria Stabili. 2015. Chile 1970-1973. Allende, la Unidad Popular, el golpe de estado. Revista del Instituto de Historia Europea del Mediterráneo, número 14), conducen a la ruptura democrática y al golpe militar de 1973. La vía chilena al socialismo murió ese día, pero las lecciones que se pueden extraer de esa experiencia siguen siendo relevantes hoy en día.
Con dificultad, pero con la determinación y el liderazgo del pueblo, la dictadura militar terminó en las urnas, con el Plebiscito de 1988 y la posterior elección presidencial de 1989, que llevó a una coalición de centro-izquierda (Democracia Cristiana y Socialistas) a dirigir el país durante las siguientes décadas. El escaso margen de maniobra de la Concertación, que tuvo que actuar dentro de un marco normativo decidido y controlado por los militares, y con un sector económico y financiero muy preocupado por perder sus privilegios, hizo que la democratización del país fuera lenta, a pesar del crecimiento económico y la estabilidad política.
En el contexto latinoamericano de los años 90 y de la primera década del 2000, Chile siempre se vio bien, sobre todo teniendo en cuenta la situación catastrófica de sus vecinos, Argentina, Brasil y Perú en particular. Algunas medidas fundamentales de la época militar se mantuvieron intactas: la privatización total del sistema de pensiones, que permitió grandes beneficios para los controladores y bajas pensiones para los participantes, un sistema escolar de dos velocidades, con el sector privado convertido en la única forma de encontrar un trabajo digno de ese nombre, pero a costes cada vez más insostenibles. Por otro lado, los derechos de las mujeres y de los pueblos indígenas no consiguen abrirse paso con firmeza en la agenda del gobierno.
En Italia observamos con atención el método y los resultados de la Concertación, que iba a inspirar el Ulivo de Prodi. La disolución de la Unión Soviética y el escándalo de la tangentopoli con la disolución de la democracia cristiana, facilitaron ese camino de convergencia entre las fuerzas socialistas y católicas, de una manera más elaborada y menos traumática que lo que había ocurrido en Chile al principio. Sin embargo, también en Italia había que proceder con cautela, y el secuestro y asesinato de Aldo Moro, el primer defensor de esta posible "convergencia paralela" entre la DC y el PCI, fue una señal bien entendida en nuestro mundo político.
La olla a presión que hervía en Chile, aunque pocos querían verla, estalló en 2011, con masivas manifestaciones estudiantiles contra el gobierno de derecha que, por primera vez desde 1989, había vuelto a dirigir el país, exigiendo una profunda reforma del sistema educativo nacional. Las respuestas del gobierno, consideradas en gran medida insuficientes, dieron lugar a continuas protestas en 2012 y 2013. La movilización estudiantil se convirtió en un elemento clave para vencer a la derecha en las elecciones presidenciales de 2014, que vieron la llegada de la primera mujer presidenta de la república, Michelle Bachelet.
A pesar de varios resultados positivos en ese momento, habíamos entrado en un período de alternancia política, con una franja del electorado cada vez más insatisfecha y fluctuante, llevando primero a la derecha y luego al centro-izquierda al palacio presidencial, pero sin resolver las dos cuestiones fundamentales, a las que se empezaba a añadir la cuestión indígena.
Y así llegamos al "Estallido" de 2019, que comenzó por el encarecimiento del metro y luego se amplió a los temas de la caravana, la corrupción, los problemas anteriores de las pensiones y la educación privada y, finalmente, por una nueva Constitución que sustituya a la de Pinochet de 1988. El presidente de la república llegó a declarar (2019) que "Chile está en guerra", y la respuesta militar y policial se saldó con decenas de muertos y detenidos. Las manifestaciones fueron creciendo, hasta que la "marcha más grande" del 25 de octubre congregó a 1.200.000 personas en las calles de la capital, Santiago (de una población total de 19 millones, de los cuales algo más de 6 millones viven en la capital).
La progresiva pérdida de credibilidad tanto del presidente como de los partidos de la Concertación, acusados de no entender los profundos cambios en Chile, llevó a la creación del Frente Amplio, una coalición de fuerzas de izquierda, muy caracterizada por la presencia de jóvenes, que resultó ser un elemento central en la dinámica política reciente. Chile está cambiando, y las señales externas fueron primero los resultados del Plebiscito de 2020 a favor de una nueva constitución, y luego la elección de una "Asamblea Constituyente" en 2021, por primera vez igualitaria, y dirigida por un líder indígena mapuche, encargada de preparar el nuevo texto que será sometido a referéndum en el verano del próximo año.
Las elecciones presidenciales en curso han visto la eliminación de los candidatos de los partidos tradicionales, para lanzar un desafío entre el candidato de la izquierda (Frente Amplio y Partido Comunista) contra un inesperado candidato de la extrema derecha, abiertamente pro-Pinochet.
El 19 de diciembre tendrá lugar la segunda vuelta, y de ahí saldrá la figura que dirigirá el país en los próximos años. Un país dividido, como nos hemos acostumbrado a ver en muchos países occidentales en los últimos años, entre fuerzas progresistas, inseguras y divididas, y fuerzas reaccionarias que encuentran un fuerte apoyo en el mundo económico y financiero, pero también un país menos brillante económicamente y que tendrá que enfrentarse, con dos propuestas diametralmente opuestas, a las cuestiones de los derechos de los pueblos indígenas (considerados terroristas por el candidato de la derecha) y de la inmigración (hasta hace muy poco, los refugiados haitianos podían entrar legalmente en el país sin visado; a ellos se han sumado los refugiados que llegan de países en grave crisis, como Venezuela, procedentes de la frontera norte del país). El racismo, que antes era una cuestión tácita, pero que existía en forma de clase, género y raza, se está convirtiendo ahora en parte del discurso público, ya que los haitianos (y muchos otros de países caribeños) son de piel oscura y esto se nota en la ciudad.
El candidato de la izquierda, y sobre todo de los jóvenes, parece haber entendido que, si criticar los resultados de los gobiernos de la Concertación sirve para aglutinar a las nuevas generaciones, para ganar las elecciones necesitan los votos de quienes durante años votaron por el PS, el PPD y la Democracia Cristiana. El riesgo de que Chile vuelva a la época de Pinochet es muy fuerte (su candidato obtuvo el primer puesto tras la primera vuelta de las elecciones), por lo que ahora el candidato de la izquierda, Boric, se esfuerza por enmendar la plana a esas fuerzas progresistas que han envejecido un poco prematuramente pero que siguen presentes en el corazón de muchos chilen@s.
Será interesante seguir esta dinámica electoral y política, por las implicaciones que tendrá también en el futuro de la nueva constitución en preparación, especialmente en la cuestión indígena y territorial donde, si gana el candidato pinochetista, no se puede excluir el riesgo de que estalle una guerra civil dadas sus declaraciones públicas. No olvidemos que gran parte de los territorios indígenas han sido apropiados ilegalmente por el Estado chileno y entregados en concesión a empresas forestales y mineras, condenando a las poblaciones locales a la inanición. Los gobiernos de la Concertación han dado varios pasos adelante, pero éstos han sido juzgados como muy insatisfactorios por los representantes políticos de los pueblos indígenas, por lo que se espera que un gobierno liderado por Boric avance en la dirección correcta.
Se perfila una época muy caliente, y muy interesante de seguir, no sólo para los que aman y se interesan por Chile, sino también para todos nosotros.