La clave de la interpretación histórica está claramente indicada por el sustantivo "familiar", que se refiere a un concepto sociológico-jurídico-religioso que se ha convertido en una especie de superestructura aplicada a ciertas formas de producción agrícola.
La FAO define la AF como una forma de producción organizada y gestionada por la familia (la agricultura familiar es un sistema de organización de la producción en los ámbitos de la agricultura, la silvicultura, la pesca, el pastoreo y la acuicultura; un sistema gestionado y aplicado por una familia, que se basa predominantemente en el trabajo de la familia, tanto de las mujeres como de los hombres – http://www.fao.org/fileadmin/user_upload/iyff/pdf/Family_Farming_leaflet-print-it.pdf). En realidad, este concepto oculta más que aclara. Por un lado, no se incluye el conjunto de actividades complementarias y necesarias para el buen funcionamiento de dicha empresa (el cuidado de los jóvenes y los ancianos, el trabajo doméstico, las actividades productivas como el huerto, la cría de pequeños animales) y, por otro lado, se considera la estructura asimétrica de poder como un axioma, por lo tanto no discutible.
En realidad, las dinámicas de poder internas siempre tienden a marginar a las mujeres en posiciones subordinadas, como si fuera el orden natural de las cosas. Este orden "natural", en el que el hombre domina, del que el sustantivo androcéntrico, como nos recuerda Bourdieu, sirve para legitimar una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica, no es más que una construcción social naturalizada. (Bourdieu, P., La dominación masculina. Barcelona, Editorial Anagrama, 2000).
Incluso cuando la legislación prevé la igualdad de derechos de herencia entre los hijos varones y las hijas mujeres, este principio no se respeta en la práctica, manteniendo la dominación patriarcal sobre el capital. Autores como Maria José Carneiro han estudiado la cuestión de la pluriactividad en Francia, donde el hombre abandona la explotación para trabajar en otro lugar y la mujer se queda a cargo de la parte agrícola. El estudio revela cómo el control de facto sigue estando en manos del hombre, y la mujer es considerada, de hecho, como una extensión de los brazos del marido (CARNEIRO, Maria José. "Esposa de agricultor na França", Revista Estudos Feministas, vol. 4, nº 2, Río de Janeiro : IFCS/UFRJ, 1996) . El autor concluye que el papel de la mujer en la dimensión productiva no sería determinante para la redefinición de su posición en la familia o en la sociedad. Lo que importa es la ideología que cementa las relaciones jerárquicas entre los géneros (Miriam Nobre, Relaçoes de genero e agricultura familiar, publicado en: Publicado en Miriam Nobre, Emma Siliprandi, Sandra Quintela, Renata Menasche (Orgs.): Género y Agricultura Familiar. SOF, São Paulo, 1998).
Por consiguiente, aunque sean útiles, las medidas prescriptivas para establecer una igualdad formal de derechos (como la copropiedad de la tierra), no afectan al núcleo del problema. El no reconocimiento del conjunto de otras actividades mencionadas no es una cuestión de "derechos", sino una cuestión ideológica a través de los mundos conservador y "progresista" que han basado sus reflexiones sobre la AF en la única (principal) dimensión productiva, calculando sus niveles de productividad con respecto a otras formas de producción, para luego disputar la superioridad de una forma sobre la otra. La parte "progresista", procedente esencialmente de sectores avanzados de la Iglesia católica, no podía sino tener como base la concepción histórica de la familia patriarcal, dominada por el "pater familias" que, en esta visión, debía comportarse con el significado jurídico del "buen padre de familia". Nadie de este bando político ha criticado este enfoque. Por otro lado, si quisiéramos ir más atrás en la historia, bastaría con mirar el ejemplo de la Revolución Francesa, que brilla por la ausencia total de reconocimiento de los derechos de las mujeres como sujetos independientes.
Nacida en el seno de la Iglesia católica, la concepción de la agricultura familiar como una prolongación del sector agrícola (actividad económica dominante en términos de mano de obra empleada hasta hace poco más de un siglo), determinó sus límites conceptuales e históricos. Pero si en su momento se pudo mirar con indulgencia esta visión (aunque, hay que recordarlo, frente a ella existía una visión elaborada en el campo comunista totalmente fantasiosa y fuera de la realidad que sustituía el núcleo familiar por un concepto comunitario en nombre del cual obreros y campesinos habrían luchado juntos por un mundo mejor), nunca se tuvo en cuenta su historización, quizá porque durante muchas décadas, los imprescindibles que se dedicaron a estos temas fueron sólo varones.
Así, se ha luchado por demostrar la validez, si no la superioridad, de la AF, frente a la agricultura a gran escala, basada en la química y las transformaciones genéticas. Nosotros también participamos en este esfuerzo, y nos sentimos orgullosos de ello, porque permitió la aparición de esta categoría, la AF, como un sujeto político genérico, que necesitaba políticas y programas específicos (como el PRONAF en Brasil).
En los últimos años, el análisis se ha ampliado para incluir la dimensión ecológica y medioambiental, aportando más pruebas que apoyan la necesidad de medidas específicas dedicadas a apoyar estas diversas formas de AF en todo el mundo.
Pero el techo de cristal de la dinámica de poder interna permaneció intacto. No fue hasta finales de los años 90 cuando los estudios realizados por mujeres especialistas en la materia comenzaron a explorar la cuestión. Por parte de los hombres, sigue habiendo un silencio subyacente sobre el tema.
Por dónde empezar
Los datos ofrecidos por países como Brasil o la propia FAO, nos recuerdan que las llamadas FA representan la gran mayoría de las explotaciones del mundo, y ello a pesar de las predicciones teorizadas por Lenin y Kautsky. Por lo tanto, las AF son muchas y variadas, y combinan formas variadas de supervivencia y/o reproducción en el tiempo y el espacio. La inserción cada vez mayor en los mercados locales y nacionales, en el sector agroindustrial, y la pluriactividad se consideran ahora características estructurales de estos tipos de agricultura.
Sin embargo, lo que todavía no queremos ver son las formas de organización familiar de la producción y la ideología que las sustenta. El hecho de que las cambiantes formas de entrar en el mercado y la creciente pluriactividad estén redibujando lentamente las relaciones de poder internas parece una línea de trabajo interesante, pero el punto central sigue siendo la dificultad, por no decir la resistencia, que el mundo de los movimientos populares sigue oponiendo a la apertura de un debate serio sobre las dinámicas de poder internas.
Lo repetimos una vez más para que quede claro: no se trata sólo de potenciar económicamente el conjunto de actividades reproductivas y productivas que realizan las mujeres en la explotación, sino de cambiar la ideología que subyace a la división social del trabajo y su jerarquía de poder.
Un campesino con poca tierra, que tiene que trabajar en condiciones de dominio del mercado por parte de los grandes conglomerados, que tiene que hacerse valer en un entorno de grandes propietarios que tienden a erosionar sus parcelas, que tiene que pagar precios crecientes por sus factores productivos, este campesino representa, hoy en día, el imaginario que los movimientos campesinos y los economistas agrarios "progresistas" defienden frente a la exorbitancia del mundo capitalista y financiero. Y en esto estamos de acuerdo.
Después, nuestro campesino vuelve a su casa, y las mismas lógicas de explotación y opresión se ejercen, consciente o inconscientemente, hacia su cónyuge, cuyo papel y subjetividad política no reconoce, convirtiéndose en el desahogo de las represiones acumuladas durante su actividad productiva sometida al "más fuerte". La expresión que se oía en nuestra campiña véneta cuando yo era niño, y que resumía en pocas palabras la jerarquía de la explotación, era: "Femena, vien chi, che te doparo" (Esposa, ven aquí que te uso - para mis placeres).
Así que creo que aquí es donde tenemos que empezar. No podemos seguir apoyando luchas que sólo conciernen a la parte emergida del iceberg (el campesino explotado), olvidando la base del mismo. Sólo una transformación de las condiciones sociales de producción de las disposiciones que llevan a los dominados a percibirse como tales puede provocar una ruptura de esta relación de complicidad: un simple acto de conciencia y de voluntad no es suficiente ya que, si esta relación de dominación se perpetúa continuamente, esto viene dado por la perpetuación de las estructuras que producen estas disposiciones (Bourdieu, La dominación masculina, op. cit.).
El reconocimiento de la subjetividad política de las mujeres en la agricultura no es un tema que deba dejarse en manos de algún especialista y ya está. Debe convertirse en una práctica estructural que se integre en los movimientos campesinos, en las fuerzas que apoyan las luchas contra la desigualdad en la agricultura, incluida la Iglesia católica, que en su seno ve luchar visiones diferentes, incluso muy interesantes, como he podido comprobar en el grupo brasileño de la aldea "Agricultura y Justicia" de la iniciativa "Economía de Francisco" del Papa.
La subyugación de las mujeres en la agricultura actual es el producto de una serie de variables, clase, raza y género, que interactúan no para sumar, sino para multiplicar el nivel de explotación. Tanto si se trata del cónyuge/pareja de un pequeño productor, de un trabajador agrícola sin tierra, o de otros sectores similares, no podemos limitarnos a luchar por unos precios más justos, por una agricultura más sana y de kilómetro cero, sin hacer nada por la base de la desigualdad. Llevar la bandera de la reforma agraria, contentándose con añadir el principio de copropiedad para las futuras asignaciones, no lleva a ninguna parte; es una vieja batalla que no encontrará apoyo en la opinión pública, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
Lo mismo ocurre en el contexto de los derechos consuetudinarios que se están defendiendo, especialmente pero no sólo en África, para garantizar que las tierras que siempre han sido gestionadas por las comunidades locales vean reconocidos estos derechos frente al acaparamiento de tierras desenfrenado y la violencia islamista. Por muy válida que sea esta lucha, conlleva una costumbre, creada por el hombre y para el hombre, por la que la jerarquía social sigue centrada en la figura masculina. También aquí, limitarse a luchar por los derechos de las mujeres (a menudo novias alóctonas) sobre las parcelas que han trabajado durante años ya no es suficiente. Hay que ir más allá, y potenciar la emergencia de esta subjetividad, individual y grupal, de las mujeres, que lleve a una transformación radical de la "costumbre", como intenté contar en mi novela "Libambos" (https://www.elmisworld.com/libro/libambos/).
La lucha no ha hecho más que empezar.
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