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giovedì 29 aprile 2021

África: las guerras comenzaron hace tiempo. ¿Queremos pensar en cómo salir de ellas?


 

Quizás he generalizado demasiado y debería limitarme a la franja de países que, partiendo de Somalia en el este, llegan a Senegal en el oeste. 


Como ya mencioné hace unos años, prácticamente ninguno de estos países está hoy exento de conflictos más o menos violentos, todos ellos vinculados a los recursos naturales (empezando obviamente por la tierra y el agua) y del mismo modo se han convertido en importantes focos de la "lucha contra el terrorismo" (de matriz islamista en su vertiente proteica) que Occidente ha decidido llevar a cabo en la región.

 

Se trata de conflictos de los que los italianos casi no nos hacemos eco, ya que, por un lado, los principales periódicos y cadenas de televisión casi nunca hablan de ellos, mientras que, por otro lado, los principales partidos políticos parecen estar completamente desinteresados en el asunto.

 

Siempre hay otras prioridades, ahora Covid, antes del desembarco de inmigrantes, antes de la crisis financiera de 2008-9, y así, al detenernos siempre en la superficie de los problemas, no sólo no entendemos nada sino que menos aún somos capaces de pensar en qué futuro nos estamos preparando.

 

La caída del Muro de Berlín había obligado al mundo occidental a replantearse, al menos en la superficie, su relación con África: la excusa de la Guerra Fría ya no servía, así que había que pintar la casa, dar una mano de "democracia" en aquellos regímenes corruptos que tanto servían a nuestros intereses, para construir una nueva narrativa que, al no tocar el fondo de los problemas, permitiera a nuestros dirigentes seguir manteniendo aquellas relaciones coloniales que nunca habían terminado ni siquiera después de la descolonización.

 

La farsa de las elecciones, impuesta en todos los regímenes, duró unos años, y mientras tanto siguieron gobernando las mismas caras, ocupándose de sus asuntos y de los nuestros, y poco a poco ya nadie se interesó por la "democracia". 

 

La primera variable independiente, o al menos no calculada por los politólogos occidentales, fue el ascenso de China como nuevo actor mundial, que se proponía suplantar al mundo occidental en retirada de África con sus capitales y su mano de obra. Utilizando las mismas técnicas de corrupción y control del poder real, los chinos se han implantado en la mayoría de estos países y, de repente, los occidentales hemos redescubierto la vena democrática, protestando por las malas condiciones laborales que ofrecen los chinos a la mano de obra local. Este reto está bien presente, pero no es el quid del problema, que ha venido del mundo religioso.

 

Tuve una idea de esta dinámica a principios de los años 90, observando lo que ocurría en Argelia, la llegada mediante elecciones democráticas del GIA y la guerra civil que siguió. El factor que me pareció que faltaba en el análisis fue la aparición de la respuesta fundamentalista y antioccidental del GIA como respuesta a un modelo económico y cultural que favorecía a una élite muy reducida, proponía como valores universales lo que aparecía en nuestros televisores y daba a entender que para ser moderno era necesario abandonar los estilos de vida del pasado, entrar en la lógica del mercado y hacer todo lo posible para tener acceso a todos los bienes (muchas veces innecesarios y en todo caso de obsolescencia programada) que estaban de moda en nuestro país.

 

Un modelo de este tipo, que no me atrevo a llamar desarrollo, había funcionado en muchos de nuestros países europeos después de la Segunda Guerra Mundial, también gracias a las duras luchas de los sindicatos para elevar los niveles salariales desde los niveles de inanición de la época fascista. De este modo se creó una capacidad adquisitiva que, aunque limitada, pudo subirse al tiovivo del consumismo, empezando por bienes esenciales como lavadoras, teléfonos, coches, etc. La aceleración del modelo en las décadas siguientes, con cada vez más productos en el mercado y una contracción del poder adquisitivo impuesto por el mundo industrial y político, abrió las puertas a una serie de comportamientos ilegales que se hicieron "necesarios" para seguir sintiéndose parte del mismo mundo de los ricos. La respuesta que se ha encontrado hasta el momento es la policial y militar, que obviamente no puede resolver nada, ya que no ataca la base estructural del problema.

 

En el sur global, en este caso pienso en lo que vi en Argelia, un país muy expuesto al mundo occidental (francés) de ultramar, en algún momento algo se rompió. El modelo consumista, que también trajo consigo otros elementos de mayores derechos para las mujeres, así como códigos de vestimenta "revolucionarios" (como la minifalda), se ensañó con quienes lo rechazaban no sólo por simples razones económicas (al no tener el poder adquisitivo para satisfacer esas crecientes demandas de las nuevas generaciones) sino también con quienes, por sus propias razones culturales, veían cuestionado el único lugar de poder que les quedaba: el ámbito de las relaciones hombre-mujer. La combinación provocó el estallido de la revuelta, a la que sólo le faltó el detonante ideológico, que habría sido la religión. 

 

Al no poder formar parte de nuestro "modelo", que se consideraba el modelo de consumo y en el que las mujeres eran "libres", la respuesta fue cortar los puentes, de forma violenta y permanente. La respuesta militar calmó las aguas pero, obviamente, no solucionó nada de forma estructural, ya que no había conciencia social del problema y sus componentes.

 

Así, convencidos de que se trataba de una fiebre pasajera, siguieron imponiendo ese mismo modelo a sociedades cada vez más reticentes y en las que la idea de que las mujeres podían llegar a ser autónomas e iguales a los hombres, incluso en la pobreza, acabó convirtiéndose en el verdadero pegamento de todas las revueltas. 

 

Nosotros, en Occidente, no entendíamos lo que se estaba gestando, dado además que las relaciones hombre-mujer en nuestras sociedades, aunque mejoraban, avanzaban a una velocidad digna de tortugas. Así que no lo consideramos un problema importante en nuestros países, y menos aún en los países del Sur. El mismo análisis fue realizado por las Naciones Unidas y sus organismos técnicos. A esta infravaloración hay que añadir también la completa infravaloración del acaparamiento de los recursos naturales por parte de unos pocos y muy pocos, obviamente siempre en nombre de lo que habíamos llamado "progreso", dejando a una creciente y muy numerosa mayoría sin los recursos mínimos para sobrevivir, condenándola a la emigración urbana primero y transfronteriza después.

 

Se daban las condiciones para que los conflictos se prolongaran. Los occidentales, conscientes o no, portadores de valores de un consumismo que requiere altos niveles de renta, así como unidos a esos poderes que se llevan los recursos naturales para nuestro único beneficio y como vehículos de ideologías modernizadoras donde además de los bienes materiales el punto crítico era el cuestionamiento de las estructuras "tradicionales" que casi siempre permitían mantener un patriarcado y un control total sobre las mujeres, por lo que había que luchar contra todo ello.

 

Hacen atentados, matan occidentales, nos muestran el camino que quieren seguir, que es una vuelta al pasado en forma de califatos donde las mujeres no tendrán derechos. ¿Y qué hay de nosotros? Enviamos a los militares y seguimos haciendo negocios con sus recursos.

 

Queremos empezar a pensar en cómo salir de esto. El punto crítico, más que religioso, es cómo evolucionar la construcción mental masculina que ve en la sumisión de la mujer el único poder que les queda a los pobres campesinos y pastores para poder decir que siempre hay alguien que está peor. Los movimientos que apoyan las reivindicaciones de los agricultores y pastores, deberían trabajar más, y no solo, en la necesaria evolución de la relación entre el hombre y la mujer. La mujer debe tener más derechos, pero al mismo tiempo el hombre debe aprender a cuestionarse. Si los hombres no cambian también, luchar sólo por los derechos de las mujeres no nos llevará a ninguna parte.

 

Poner en el centro esta relación a reequilibrar requiere la búsqueda de aliados políticos: también aquí las Naciones Unidas podrían hacer más y mejor, tanto las que trabajan en temas específicos como la agricultura, como las que centran su acción en el plano cultural y político. A ellos deberían y podrían añadirse los movimientos y/o alianzas interreligiosas (pienso, por ejemplo, en el Consejo Africano de Líderes Religiosos), que podrían aportar una buena palabra allí donde las intervenciones técnicas no alcanzaran el objetivo.

 

Reconocer los derechos sobre los recursos naturales (y sus territorios) a las poblaciones locales es posible, y lo hemos hecho en países como Mozambique, trabajando para cambiar a mejor tanto la política como las leyes sobre la tierra y las prácticas cotidianas de funcionarios y jueces.  Adentrarse en estos territorios para que se reconozcan los derechos específicos de las mujeres es otro paso posible, y el caso de Mozambique lo ha vuelto a demostrar, aunque sea un largo proceso de construcción de alianzas y de confianza, tanto con el gobierno como con las asociaciones de productores, con las universidades y con otros movimientos. Pero todo esto, por muy loable que sea, no es suficiente. Si realmente queremos ir a las raíces de los conflictos, debemos reducir el miedo del mundo masculino al momento de la emancipación de la mujer. Reducir este miedo a niveles aceptables, lo que luego provoca todas las reacciones violentas que vemos en todos estos países.

 

En la actualidad, nada de esto se hace o, me atrevo a decir, ni siquiera se piensa en ello. El espíritu que propongo se resume en la tríada que defiendo desde hace muchos años: diálogo, negociación y consulta. Pero para iniciar un diálogo, hay que aprender a reconocer y aceptar al otro. Y debemos comprometernos a trabajar para reducir las asimetrías de poder, a todos los niveles.

 

En resumen, habría mucho que discutir, mucho. Por el momento, envío este mensaje en una botella, esperando que alguien esté interesado.

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