El concepto de hegemonía cultural nos fue legado por Antonio Gramsci, sobre el que escribió en sus Quaderni dal carcere. Indica las diversas formas de "dominación" cultural y/o de "dirección intelectual y moral" por parte de un grupo o clase que es capaz de imponer sus puntos de vista a otros grupos, a través de prácticas cotidianas y creencias compartidas, hasta que se interiorizan, creando las condiciones para un complejo sistema de control. (Wikipedia)
A continuación, presentaré unas breves reflexiones sobre la aplicación de este concepto en el tema del "desarrollo".
Creo que se puede considerar que la práctica de las llamadas intervenciones de "desarrollo" en el llamado "tercer mundo" ha ido creciendo desde los años 80, más o menos en paralelo con el auge de la ideología neoliberal cuyos progenitores políticos fueron Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y los intelectuales vinieron de grupos poco conocidos como la Sociedad Mont Pelerin, que prepararon el terreno académico que luego inundaría el mundo a partir de Milton Friedman y sus seguidores en el Chile de Pinochet.
Su influencia en las políticas y programas de "desarrollo" fue tal que, sin temor a equivocarnos, podemos decir que todas las organizaciones (no gubernamentales) dedicadas al "desarrollo" nacieron en oposición a la hegemonía cultural neoliberal. A nivel de los gobiernos, la creación de instituciones encargadas de la "cooperación al desarrollo" ha seguido caminos y tiempos diferentes, pero creo que podemos decir que, por razones obvias, la oposición al mundo neoliberal ha sido siempre mucho más comedida. Por último, en el plano supragubernamental, los organismos de las Naciones Unidas, al ser el punto en el que recaen las asimetrías de poder nacionales, se han visto siempre afectados por el entorno cultural en el que se bañaban, de modo que si a nivel de individuos (funcionarios) la crítica era (y es) muy fuerte, a medida que se asciende en la escala jerárquica, la crítica desaparece para diluirse en una retórica institucional llena de buenas intenciones pero sin efectos en la práctica.
El único desafío real a esta hegemonía cultural ha venido del mundo de las organizaciones (movimientos) campesinas. Ejemplar en este sentido es el caso de Vía Campesina, nacida a principios de los años 80, en pleno auge del pensamiento neoliberal e influenciada (en contra) por la censura y las restricciones impuestas por los gobiernos dictatoriales militares de muchos países del sur. A lo largo de los años trató de imponer una especie de contracultura basada en conceptos derivados del pensamiento socialista y de las experiencias ancestrales de los pueblos campesinos que querían representar. Tras haber crecido con los años hasta convertirse en una especie de contramodelo internacional, ahora sufre una especie de laxitud por parte de las nuevas generaciones que, aun habiéndola situado en el Olimpo de los mitos, se mantienen alejadas de ella en la práctica, probablemente por unas prácticas de gestión todavía predominantemente patriarcales, muy reacias a abrirse a posturas distintas de la ortodoxia que ellas mismas definen.
En este caso no se puede hablar de una verdadera hegemonía, porque su influencia en la vida cotidiana de los cooperantes siempre ha sido marginal.
Contra lo que luché durante mis años en la FAO fue contra otra forma de hegemonía cultural, que no quiere reconocerse como tal, que es más sutil pero que, de hecho, ha impregnado de forma duradera el modo de pensar y, por tanto, el modo de actuar de una parte importante de las organizaciones tanto del Norte como del Sur.
Lo primero que me hizo pensar fue conocer (en los años 80) a algunas ONG italianas que se dedicaban al desarrollo agrícola, primero en Nicaragua y luego en Costa de Marfil. Eran organizaciones diferentes, en cuanto a su origen y orientación política, pero lo que tenían en común era lo que yo llamaría un sentido inconsciente de superioridad hacia las campesinas y los campesinos del Sur. Era una mezcla de empatía superficial evidente en el deseo de ser bienvenidos, pero en no ir nunca a estudiar en profundidad las sociedades en las que querían intervenir, lo que habría llevado mucho más tiempo de preparación, lo que quizás habría llevado a cuestionar el significado de lo que "nosotros" queríamos aportar a "ellos", y la creencia inequívoca de que "nosotros", que procedemos de sociedades campesinas antiguas y aún existentes, y que nos hemos "desarrollado" después de la Segunda Guerra Mundial mediante la mecanización y la industria química en la agricultura, tenemos las respuestas a sus "problemas". En otras palabras, sin saberlo, estos colegas habían interiorizado sin ningún espíritu crítico lo que Arturo Escobar tenía bien detallado en su libro La invención del tercer mundo - Construcción y deconstrucción del desarrollo (que yo leería muchas décadas después). O, visto desde otra perspectiva, volvieron a proponer, con algunas variantes, el mismo discurso de "modernización" de la agricultura propuesto/impuesto por los estadounidenses a nuestra agricultura europea al final de la Segunda Guerra Mundial, sobre la base de su mítico "Yeoman Farmer" (https://discover.hubpages.com/politics/Myth-of-the-Yeoman-farmer#:~:text=El%20occidental%20de%20no%20tenía%20particularmente%20alto, estaban%20cambiando%20sus%20visiones%20sobre%20laAgricultura%20en%20la%20sociedad).
A lo largo de los años he conocido a otros/as, a veces sinceramente más preocupados/as por "comprender" las sociedades en las que estaban llamados a actuar, pero siempre a un nivel muy superficial. Lo mismo ocurre con la exagerada creencia en la tecnología que viene del norte. Incluso cuando estas tecnologías se convirtieron en "apropiadas", rara vez se preguntó, a priori, cuáles eran las verdaderas causas del problema en cuestión, y si la solicitud de intervención era una demanda original y genuina de esas poblaciones, o si se estaba convirtiendo en una práctica administrativa, una solicitud hecha por los donantes, ansiosos por demostrar a sus contribuyentes que el dinero gastado en "cooperación al desarrollo" estaba bien gastado (value for money, como dicen los anglosajones, con su retórica de lo económico, eficiente y eficaz - https://www.oecd.org/development/effectiveness/49652541.pdf).
Si mi crítica a estas formas de ver las cosas fue espontánea desde el principio, mucho dependía de las enseñanzas de mi mentor Marcel Mazoyer, quien, en la Cátedra de Agricultura Comparada y Desarrollo Agrícola del INAP-G, solía empezar el año recordándonos dos sólidos principios: el primero era que teníamos que entender a qué juego queríamos jugar, (il faut savoir à quoi on joue) y el segundo era recordarnos que nadie nos había invitado a poner un pie en los países, las economías y las culturas del Sur. Era nuestra elección y la imponíamos a personas que no nos lo pedían.
El aspecto insidioso contra el que luché, y sigo luchando, es la retórica de la participación. No me cabe duda de que cuando se introdujo la propuesta de enfoques más participativos (en los años 70) fue una pequeña revolución que quería ir en contra de la dimensión de dominio indiscutible que tenían los expertos (obviamente masculinos y blancos), cuya palabra era el evangelio y para quienes las poblaciones locales eran los receptores de sus directrices, sin que se les reconociera una profundidad histórica y cultural, además de técnica, en definitiva, una base concreta de la que partir. Empezar a hablar de participación era, por tanto, algo radicalmente distinto, hasta el punto de que la FAO financió durante muchos años un programa sobre la participación de los campesinos (People's Participation Programme) que conocí en mis primeros años en la organización.
Sin embargo, un concepto, cualquiera que sea, debe evolucionar a lo largo de los años, de acuerdo con las realidades cambiantes en las que está llamado a operar, o de lo contrario quedará obsoleto o, peor aún, cambiará en direcciones no deseadas. Esto es lo que ha sucedido con la "participación", ya que la élite cultural dominante se ha apoderado de ella, hasta vaciarla de contenido, tanto que mi viejo amigo Hernán Mora acuñó el epíteto de "participulación", o participación manipulada, utilizada para pretender escuchar las opiniones, críticas y propuestas de las contrapartes con las que se trabaja, sin que esta "escucha" haga mella en las posiciones predeterminadas de quienes dictan la ley, los donantes y/o los operadores del desarrollo.
La mejor manera de imponer sutilmente la transformación de "participación" en "particupación" ha sido hacerla pasar por el escrutinio del credo económico neoliberal dominante. Un enfoque participativo lleva tiempo, de hecho podríamos decir que es imposible determinar a priori cuánto tiempo se necesitará para crear un sentimiento de credibilidad de la persona extranjera en la comunidad, a los ojos de quienes son miembros de la misma, para que surja un verdadero diálogo entre personas de mente abierta. El tiempo es dinero, y ningún donante puede permitirse el "lujo" de dedicar demasiado tiempo a establecer un clima de confianza (siempre en nombre de la retórica del contribuyente local que quiere una buena relación calidad-precio). Lo viví en un proyecto financiado por la cooperación holandesa con nosotros en la FAO en la región de Kafa, en Etiopía: el documento inicial del proyecto, rechazado por el donante, que luego decidió no dar el dinero a la ONG que lo había elaborado, se había redactado en la capital sin ir nunca a las zonas de actuación, porque estaban lejos, eran incómodas, habría llevado demasiado tiempo, etc. etc.
La FAO aceptó el dinero y me pidió que propusiera a una persona para que se encargara de la ejecución. Propuse a un amigo, Alberto, con el que había trabajado en otros países, un agrónomo libre, que fue a instalarse en el pueblo desde donde se gestionarían las operaciones. No tardó en darse cuenta de que el documento del proyecto no sólo no tenía nada que ver, sino que, peor aún, había creado un clima de desconfianza hacia los "extranjeros" que querían hacer "desarrollo". Se necesitaron nueve meses para que todo volviera a su cauce, para crear un ambiente de verdadera cooperación, tanto con las autoridades locales (y cualquiera que haya trabajado en Etiopía entiende de lo que hablo) como con las comunidades. La presión que recibía la FAO por parte del donante era difícil de mantener: su preocupación era la típica de los donantes, es decir, demostrar que el dinero que se da se gasta (en primer lugar) y luego quizás se gasta bien. Mis jefes de la FAO rechazaron que la responsabilidad recayera sobre mí, ya que era yo quien cubría el trabajo de Alberto sobre el terreno, y como tenía las espaldas anchas (y cierta reputación), acabaron por esperar. Una vez restablecida la confianza, el proyecto fue muy bien, pero siguió siendo una gota en el océano. La FAO siguió buscando dinero para hacer proyectos, redactados en un par de horas (como ocurrió cuando Lula fue elegido en Brasil, de acuerdo con el Director General de la época, se decidió que antes del 31 de diciembre (antes del plazo administrativo y del cierre del presupuesto), estábamos en noviembre, había que preparar y aprobar una docena de proyectos relacionados con el lema "Hambre Cero". Conozco amigos que empezaron a escribir estos proyectos en Navidad, y en cinco días estaban cocinados y comidos. Creo que sería mejor correr un velo sobre la calidad y la adaptación a las realidades locales, así como el nivel de "participación".
Los años han pasado. Yo y los que trabajaron conmigo seguimos adelante no sólo con la crítica a esta hegemonía cultural "participativa", sino también con las propuestas, planteadas de forma sencilla y clara desde principios de los años 2000. Hablar de negociación y no ya de participación era una forma de introducir terminología del mundo empresarial, para que quedara claro que las poblaciones locales, objeto del "proyecto", también defendían intereses (y derechos) muy concretos, por lo que no bastaba con hacer una reunión participativa, tal vez con la mitad de las mujeres para decir que se tenía en cuenta la perspectiva de género y luego hacer una foto para ponerla en el periódico. La negociación también significa que se puede llegar a un acuerdo, si hay consenso entre las partes, pero también no. Así que ya no basta con decir "te traemos un proyecto millonario"... hay que crear empatía, confianza, escuchar su lógica, su forma de ver el mundo y estar preparados para un posible "¡no, gracias!" como respuesta. Pero hablar de diálogo y negociación significa también hablar de dinámicas de poder, y este es el aspecto que más asusta, tanto a las agencias de la ONU como a los gobiernos, del Norte y del Sur, y finalmente también a las organizaciones que operan sobre el terreno.
Todas estas entidades prefieren hacer lo que Berlusconi habría llamado el "teatro" de la cooperación. Pretender hacer algo estructural, mandar a gente joven con poca experiencia a hacer sus pinitos, escribir algunas historias tristes y al final todo sigue igual.
La cuestión es que esta hegemonía cultural de la participación, aunque haya tenido algún contacto con el mundo neoliberal, es en realidad el fruto mal entendido de una forma de hacer "desarrollo" que sigue siendo hija de la misma historia colonialista de siempre. No queremos mirar dentro de nosotros mismos, preferimos exteriorizar sentimientos de tipo católico, de amistad y amor universal, de hacer lo mejor, que es lo que mejor hacemos, pero que no toca ni siquiera superficialmente las razones de este "subdesarrollo". Estudiar, comprender, criticar y proponer son pasos que requieren tiempo, esfuerzo y capacidad de autocrítica, todo lo cual parece faltar en el Barnum de la cooperación.
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